
DISTOPIA
Carlos Alonso Saínz
En los primeros días del verano de 2030 hacía ya años que los asistentes a la «Trobada literaria de la Marina Alta» se reunían allí. Aquel patio de hotel urbano, empedrado y rodeado de plantas, se había convertido en un remanso de paz, de sosiego y de complicidad.
Algunos de los que habían empezado a acudir a esas reuniones una vez al año ya no estaban. La conocida como «Ley de vida», empezaba a hacer estragos y año sí y otro también, iban apareciendo huecos. La mayoría de ellos ya no cumplía los 30, ni los 40, incluso ni los 50, pero también, poco a poco, se iban sumando otros.
Padres y abuelos de los allí reunidos habían cavado trincheras en muchos campos de batalla de España y de Europa para arrancar derechos a las clases dominantes y conquistar parcelas de bienestar. Ellos mismos, los allí presentes, habían tenido que completar el trabajo en España, en los estertores de la última dictadura de la Europa occidental, recortando los flecos que habían ido quedando para poder, por fin, vivir en una sociedad democrática donde los valores de la libertad, la igualdad y el progreso social terminaran por imponerse.
Hacía ya años que una inmensa tristeza colonizaba las existencias de gran parte de los presentes. Sabían, a ciencia cierta, que los que estaban provocando el hundimiento y la transformación de todo el mundo que habían conocido hasta entonces, no eran otros que sus propios hijos o nietos.
Como ya ocurriera antes, jóvenes y adolescentes se habían transmutado en seres fascistas, xenófobos y aporófobos. Ninguno de los presentes sabía qué había pasado ni cómo habían llegado hasta ahí. El caso es que allí estaban, haciendo lo que les quedaba por hacer: conformar una célula de resistencia, porque lo que había fuera de los muros de aquel patio daba pánico y era el escenario de un universo que se desmoronaba por momentos. Ya había ocurrido en Europa apenas 80 años antes. Hubo muchas señales, pero una vez más, nadie les había concedido la importancia debida. La demolición del mundo conocido había comenzado.
El sistema que siempre les había regido a través de sus instituciones había desaparecido. Iluminados, vendedores de crecepelo y sátrapas de todo tipo habían conseguido acceder democráticamente al poder y regían los destinos de los principales países. En realidad, nadie sabía quién mandaba, pero los más jóvenes se sentían seguros y motivados en aquel caos. Eran ellos ahora los actores del nuevo orden que estaba imponiéndose. Sin mirar a su alrededor solo observaban sus pantallas, que les servían mundos que no eran reales, como sombras en la caverna.
Miles de granjas de bots repartidas por todo el Mundo se encargaban de generar las adecuadas imágenes por Inteligencia Artificial construyendo algoritmos generadores de opinión para moldear los cerebros.
En muy poco tiempo el mundo había cambiado. Los presentes ni siquiera prestaban atención a los sonidos que desde la calle irrumpían, lejanos, en la paz y quietud de aquel patio empedrado donde los habituales de las «Trobades Literaries de la Marina Alta» venían reuniéndose. Por la mañana había ardido la biblioteca pública de la calle Sant Josep. Una turba de jóvenes, convocados por las redes sociales, se había conjurado para hacer una quema simbólica de libros. La selección de lo que debía arder y lo que no se hacía tan larga y tediosa, que decidieron prender fuego al edificio entero. Pavesas del incendio, que ya debía estar extinguiéndose, caían lentamente todavía sobre los presentes, como siniestros copos de nieve negra. No habían aparecido los bomberos. No existían ya, pues los bots habían distribuido entre todas las pantallas que «solo el pueblo salva al pueblo» y no eran necesarios.
Nadie pagaba impuestos. Como no había recursos públicos, las calles, la iluminación, los pavimentos estaban cada vez más deteriorados por falta de inversión y mantenimiento. Lo que en su día fue el hospital comarcal de la Xara se había abandonado. Los marcos de sus ventanas colgaban balanceándose con el viento y una nutrida colonia de jabalís se había instalado en lo que fueran las urgencias y el vestíbulo principal. Grandes machos de pelo negro y muchas hembras con sus numerosas proles de rayones retozaban en las camas de las plantas y grandes cantidades de excrementos nauseabundos lo invadían todo.
En la reunión, mientras se iban leyendo textos escritos por los participantes, algunos de los presentes disimulaban para limpiarse el sudor. Habían adquirido algunas destrezas en los últimos tiempos. Estábamos a principios del verano recién comenzado, aunque el calor y la humedad eran insoportables, no podía admitirse en público nada que llevara a hablar del calentamiento global ni del cambio climático que oficialmente nunca había existido.
Si había un elemento común entre los presentes era su convencimiento de que la literatura siempre sería un espacio de libertad donde construir y vivir otros mundos o desarrollar unos interiores que, una vez consolidados e interiorizados, no podrían arder jamás en ninguna pira.
Terminada la lectura del último de los textos propuestos, se impuso un silencio dramático ante la gravedad de la situación a la que habían llegado. Todos sabían que aquella era, probablemente, la última vez que se reunían. Como buen grupo de resistencia organizado sabían también lo que venía a continuación y miraban expectantes a Amparo, que venía presidiendo aquellos encuentros desde hacía años.
—Hemos llegado al punto de no retorno —dijo Amparo con tono apesadumbrado— activamos la Operación Farenheit.
Ya todos supieron lo que tenían que hacer, si es que no habían empezado a hacerlo ya. El plan estaba escrito. Ni siquiera lo habían escrito ellos. Lo hizo Ray Bradbury en 1953, pero todos lo conocían. Seguramente ejemplares del libro habían ardido en el incendio de la biblioteca de aquella mañana y algunas de sus pavesas caían lentamente sobre ellos en ese momento.
Como en Farenheit 451, A partir de ahí, cada uno memorizaría una obra de su elección de tal forma que, conservándola embutida en sus neuronas, pudiera transmitírsela a otros. A esto dedicarían el resto de sus vidas.
Terminada la reunión, empezaron a despedirse unos de otros sabiendo que también habían perdido sus nombres, pues a partir de entonces no serían Amparo, Pedro, o Julián, sino “Tirant lo Blanc”, “Cien años de soledad” o “Romancero Gitano”.
Sus rostros aparecían tiznados de negro, pues mezcladas con el sudor y las lágrimas de sus caras, las pavesas de los libros que habían ardido por la mañana caían todavía sobre ellos.
Seguían cayendo leves, como intentando flotar, cuando el patio, tras marcharse todos, se quedó vacío.