
Tu silencio todos los martes
(Un cuento en mil palabras)
Carlos Alonso Sainz
El último de los perros mestizos que había pasado por sus vidas murió plácidamente. Disfrutó de la eutanasia veterinaria. Tuvo el sosiego necesario para despedirse conectando por última vez su mirada, alternativamente, con la de ellos dos.
Sus hijos se marcharon, sus nietos también. Los perros y algunos gatos fueron muriéndose. Sabían que tenía que pasar. Su ciclo vital era más corto. Ellos dos seguían allí. En los más de cincuenta años juntos, cuando la casa todavía no se había quedado vacía, habían explorado ya todas las formas de quererse.
Un día cayeron en la cuenta de que apenas se hablaban. Reflexionaron sobre ello y concluyeron que era posible que, después de tantos años, se les hubieran acabado las palabras.
Puede que las palabras también tuvieran una fecha de caducidad, quizá de consumo preferente. Puede que también se gastaran. Con el paso del tiempo, lo que un día fueron palabras lo habían ido sustituyendo por gestos, por miradas y por suspiros. Entonces lo descubrieron. Descubrieron que, además de las palabras, existían los silencios.
Les pareció muy interesante y se aplicaron a explorar el mundo del silencio. Decidieron poner un día a la semana como día del silencio. Eligieron los martes. Ese día no se hablaban, no hablaban con nadie, no contestaban al teléfono, no miraban la televisión, no escuchaban la radio. Eran los martes de silencio.
Se les empezó a revelar un universo desconocido. Aparecieron de repente una multitud de sonidos que hasta entonces habían convivido con ellos y les habían pasado desapercibidos. El goteo de un grifo que no cierra, el crujir de una puerta, los restallidos del material de obra dilatándose, la mosca estampándose insistente contra el cristal, el frufrú de la manta de ella en su sillón frente al ventanal, pero lo más sorprendente fue descubrir que todos ellos decían algo.
Después de varios martes, quisieron perfeccionarse y entonces pasaban el tiempo igualmente juntos, como siempre, pero con los ojos cerrados de tal forma que, al apagar el sentido de la vista, el del oído se hacía más sensible y más perfecto. Jugaron a meterse en el armario como cuando eran niños. La reverberación de cualquier sonido de afuera, en el interior del armario, les producía la ensoñación de haber sido reducidos de tamaño y así, un día en que se oía lejana música en una casa vecina, se divirtieron imaginando, allí metidos, estar viviendo dentro de un violín.
Así como dicen que los esquimales tienen varias palabras para llamar a la nieve, ellos habían sido capaces de diferenciar múltiples clases de silencios, cada uno con sus características que definían cosas, situaciones y sentimientos. Habían descubierto y aprendido, por casualidad, un nuevo lenguaje con el que cada vez tenían más soltura. Si se tocaban o acariciaban, se concentraban en el tacto de sus pieles que un día fueron tersas, pero solo se miraban y ninguno decía ya nunca nada. Averiguaron que en silencio se querían más.
Un martes, de los que tocaba silencio, muy temerario, él se consideró ya con la soltura suficiente e hizo la prueba de salir de casa. Ella, en silencio, le dirigió una mirada de reproche: ¿dónde vas insensato?, ¿no sabes que hoy es martes?, pero él no hizo caso y salió a comprar.
En silencio sacó el coche del garaje. Llovía. No puso la radio y los limpiaparabrisas del coche, arrastrando las gotas de lluvia, le marcaron el ritmo de una peculiar melodía en su cabeza. La vecina de enfrente, sujetando por la correa un aburrido labrador, le dio los buenos días. Él contestó solo con una sonrisa levantando las cejas. Llegó al supermercado, llenó el carro y puso todas las cosas en la cinta para pagar. Se concentró en el pitido del escáner y la cajera le preguntó ¿tarjeta señor? Él no dijo nada. Asintió con la cabeza y le mostró la tarjeta que ya llevaba preparada. La cajera le dio las gracias y él correspondió con un gesto. Después dio un largo paseo donde sonrió, en silencio, a un bebé que parecía provocarle desde una sillita, elevó la mirada hacia la madre que iba hablando por su teléfono, quizá demasiado alto, y no le hizo caso. No se encontró con nadie más, pero se dio cuenta de que no había necesitado ni una palabra.
Cuando llegó a casa de nuevo, al sacar la compra de las bolsas, ella le interrogó, sólo con la mirada, claro. Él entendió enseguida la pregunta: ¿Has hablado con alguien?, ¿Has roto el trato?, y él negó con la cabeza. Ella se tranquilizó y ambos volvieron a sus rutinas.
Él, sentado en su sillón de orejas leyendo en silencio, levantaba de vez en cuando la mirada del libro. Trataba de crearse momentos de ensoñación. Cerraba los ojos y reconstruía los momentos de silencio, justo después del tableteo de una ametralladora, justo antes del alarido de dolor de un soldado herido. Imaginaba el instante de silencio justo después del paso de un tren, o el que había entre pisada y pisada en un campo nevado y todos aquellos silencios, muy distintos, contaban algo que no estaba en el texto, algo que no se contaba con palabras.
Fueron pasando los días y los meses. Él murió tan plácidamente como el último de sus perros mestizos. Fue uno de los martes de silencio. En el funeral, en el entierro, mucho después, ella guardó silencio.
Un día de cada mes, que siempre era martes, ella visitaba su tumba llevándole dalias amarillas. Con las flores en la mano, pensaba en lo diferente que era ahora el silencio al llegar a casa. También en todo lo que echaba de menos su silencio de todos los martes.
Allí, frente a la lápida con su nombre, en silencio, porque hacía mucho que entre ellos habían gastado todas las palabras, escuchaba un rato las hojas arrastradas por el viento, también las voces, con las palabras lejanas de otros que todavía no habían gastado las suyas.
- FIN —